Ordenación de diáconos e institución de ministros acólitos / Basílica de nuestra Señora del Roble / 9 de septiembre
Hermanas y hermanos, fieles laicos, hermanas consagradas, estimados seminaristas, hermanos sacerdotes, hermanos Obispos. Todos hemos venido con alegría, con cariño, a acompañarlos a ustedes que hoy reciben el ministerio del acolitado y a quienes serán ordenados diáconos. Esta alegría nos lleva a orar por ustedes, a presentarlos bajo la intercesión de la Virgen María en la advocación del Roble. Gracias a todos por compartir esta alegría para nuestra Iglesia.
Quiero decir un solo pensamiento que la Palabra de Dios nos sugiere, tiene que ver con el Evangelio. Dice el apóstol san Pablo: no se aparten de la esperanza que nos da el Evangelio a cuyo servicio hemos sido llamados (cfr. Col 1, 23). El día de hoy, a los hermanos diáconos les entregaré el Libro de los Evangelios, que es la fuente de esperanza y de ministerio. Qué importante es que la vida de uno, ya sea ministro, ya sea un fiel laico, consagrado o consagrada, se deje conducir por el Evangelio. El día de nuestra ordenación episcopal, cuando se hacía la oración consecratoria nos pusieron sobre la cabeza los Evangelios para indicarnos que la autoridad mayor, en la vida cristiana y en la Iglesia, es siempre el Evangelio. Todos estamos bajo el código del Evangelio, nada de nuestras palabras, sentimientos y acciones deben salirse del camino del Evangelio. El apóstol nos recuerda que el Evangelio es fuente de esperanza. Esta esperanza que nos motiva a servir a dar la vida, a compartir con los hermanos y hermanas el gozo del Evangelio.
Hoy queremos darles un servicio en la Iglesia a ustedes que serán acólitos: al servicio de la mesa del Altar. Ustedes que hoy serán diáconos, al servicio de las tres mesas: la primera, la mesa de la Palabra. Ustedes proclamarán, solemnemente, el Evangelio. Es una tarea significativa. Al diácono le toca anunciar a Cristo, y lo anuncia a través de su vida y de su servicio. Recuerdan que, en la Vigilia Pascual, él es quien le da al Obispo el anuncio de la Resurrección del Señor. Siempre al diácono le corresponde anunciar el Evangelio, la Buena Noticia de que Cristo está vivo y ha resucitado. Pero también los diáconos están al servicio de la mesa la del Altar. Por eso, cuando sirven en la Eucaristía les toca disponer esta mesa en el que el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. La tercera mesa que sirve el diácono es la mesa de los pobres. Servir la comida a los que tienen hambre, esa tarea es la que le da sentido esa expresión suprema de la proclamación del Evangelio y del servicio del Altar: servir a la mesa de los pobres.
Hoy el Evangelio nos recordaba una verdad, a propósito del hambre. Dice el Señor que Él es dueño del sábado, que él es dueño de la mesa, que ante el hambre ni hay religión ni hay ninguna otra norma que obstaculice dar de comer al hambriento (cfr. Lc 6, 1-5). Se fijaron la argumentación de Jesús cuando lo critican de que los discípulos están comiendo en sábado. Dice el Señor, “soy dueño del sábado” (cfr. Lc 6,5), es decir, soy dueño del reposo del pueblo de Dios. Este pueblo que no tiene paz ni tranquilidad, que sufre, que no tiene comida de acuerdo a los días de la semana, sino cuando, gracias a la bondad de alguno, tiene la comida en la mano.
El Señor los llama a estos servicios, que es uno solo, servir a Cristo. Él es el diácono número uno y nos ha enseñado cómo se vive el servicio. A ustedes, diáconos, el Señor les pide que acompañen a este servicio de las mesas dos cosas: la oración de intercesión del pueblo de Dios y la vida celibataria. A partir de hoy rezarán la Liturgia de las horas como un deber moral, porque tienen obligación de pedir por el pueblo de Dios, ser intercesores del sufrimiento de la gente, que no termina, que siempre nos sorprende. Siempre hay que estar dispuestos a orar y a tener una actitud propositiva en favor de quien sufre. Porque el que hace oración autentica se dispone a servir en realidad, no le queda en el corazón el sentimiento, sino es movido a la acción caritativa.
Es lo primero que les encomienda la Iglesia, orar sin desfallecer. Pero también a ustedes, como diáconos transitorios, les pide vivir el celibato. Ustedes, como los presbíteros y Obispos presentes, hemos aceptado esta manera de vivir nuestro ministerio, vivirlo en el celibato, es decir, en la entrega de nuestra vida, lo más precioso de cada persona, su capacidad de amar y de expresar el amor. Todo eso lo ponemos en las manos de Cristo y estamos llamados a vivirlo, y a vivirlo en serio, no admite excepciones, no admite circunstancias. Porque hoy ustedes comienzan un nuevo modo de vida en la plenitud del amor y de la entrega célibe por el Reino de los Cielos.
Hermanas y hermanos fieles laicos, pidan por nosotros, pidan por los jóvenes que hoy reciben el ministerio de acólitos, que se preparan para las órdenes, para que, cerca de la Eucaristía, se llenen de amor y de esperanza. Pero hoy, de modo especial, pedimos por los que van a ser ordenados diáconos. Vamos a pedir por estos doce diáconos para que sirvan con alegría y obediencia a las tres mesas, a la mesa de la Palabra, de la Eucaristía y de los pobres, que son una sola mesa, la mesa que ha dispuesto Jesús para su pueblo.
Sabemos que los tiempos son difíciles, que estos momentos de la historia piden más oración y ayuno de nosotros, porque estos hermanos tienen que orar sin desfallecer, tienen que vivir el celibato por el Reino de los Cielos y tienen que servir con amor al pueblo de Dios. Rueguen por nosotros y que la Virgen María, nuestra Señora del Roble, nos acompañe como servidora del Evangelio. Que Dios los bendiga, y felicito hoy a los que reciben el acolitado, como a ustedes que serán servidores del Evangelio, serán presencia de Cristo diácono.