Siguiendo en el contexto del Centenario de las apariciones de la Santísima Virgen a los tres pastorcitos en la Cova da Iria, Portugal, queremos reflexionar la relación de María, Virgen, con Dios, Uno y Trino.
Ante todo, es sumamente conveniente que los ejercicios de piedad a la Virgen María expresen claramente la nota trinitaria y cristológica que les es intrínseca y esencial. En efecto, el culto cristiano es por su naturaleza culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo o, como se dice en la Liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu. En esta perspectiva se extiende legítimamente, aunque de modo esencialmente diverso, en primer lugar y de modo singular a la Madre del Señor y después a los Santos, en quienes, la Iglesia proclama el Misterio Pascual, porque ellos han sufrido con Cristo y con Él han sido glorificados. En la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de Él: en vistas a Él, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro. Ciertamente, la genuina piedad cristiana no ha dejado nunca de poner de relieve el vínculo indisoluble y la esencial referencia de la Virgen al Salvador Divino. Sin embargo, nos parece particularmente conforme con las tendencias espirituales de nuestra época, que en las expresiones de culto a la Virgen se ponga en particular relieve el aspecto cristológico y se haga de manera que éstas reflejen el plan de Dios, el cual preestableció “con un único y mismo decreto el origen de María y la encarnación de la divina Sabiduría” (Cf. Pio IX, Carta Apostólica, Ineffabilis Deus) (Marialis Cultus 25)
Esto contribuirá a hacer más sólida la piedad hacia la Madre de Jesús y a que esa misma piedad sea un instrumento eficaz para llegar al “pleno conocimiento del Hijo de Dios, hasta alcanzar la medida de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13); por otra parte, contribuirá a incrementar el culto debido a Cristo mismo porque, según el perenne sentir de la Iglesia, confirmado de manera autorizada en nuestros días; Como nos los dijo San Ildefonso: “se atribuye al Señor, lo que se ofrece como servicio a la Esclava; de este modo redunda en favor del Hijo lo que es debido a la Madre; y así recae igualmente sobre el Rey el honor rendido como humilde tributo a la Reina”.
A esta alusión sobre la orientación cristológica del culto a la Virgen, nos parece útil añadir una llamada a la oportunidad de que se dé adecuado relieve a uno de los contenidos esenciales de la fe: la Persona y la obra del Espíritu Santo. La reflexión teológica y la Liturgia han subrayado, en efecto, cómo la intervención santificadora del Espíritu en la Virgen de Nazaret ha sido un momento culminante de su acción en la historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos Santos Padres y Escritores eclesiásticos atribuyeron a la acción del Espíritu la santidad original de María, “como plasmada y convertida en nueva criatura” por Él; reflexionando sobre los textos evangélicos —”el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1,35) y “María… se halló en cinta por obra del Espíritu Santo; (…) es obra del Espíritu Santo lo que en Ella se ha engendrado” (Mt 1,18.20)—, descubrieron en la intervención del Espíritu Santo una acción que consagró e hizo fecunda la virginidad de María y la transformó en Aula del Rey, Templo o Tabernáculo del Señor, Arca de la Alianza o de la Santificación; títulos todos ellos ricos de resonancias bíblicas; profundizando más en el misterio de la Encarnación, vieron en la misteriosa relación Espíritu-María un aspecto esponsal: “la Virgen núbil se desposa con el Espíritu”, y la llamaron sagrario del Espíritu Santo, expresión que subraya el carácter sagrado de la Virgen convertida en mansión estable del Espíritu de Dios; adentrándose en la doctrina sobre el Paráclito, vieron que de Él brotó, como de un manantial, la plenitud de la gracia (cf. Lc 1,28) y la abundancia de dones que la adornaban: de ahí que atribuyeron al Espíritu la fe, la esperanza y la caridad que animaron el corazón de la Virgen, la fuerza que sostuvo su adhesión a la voluntad de Dios, el vigor que la sostuvo durante su “compasión” a los pies de la cruz; señalaron en el canto profético de María (Lc 1, 46-55) un particular influjo de aquel Espíritu que había hablado por boca de los profetas; finalmente, considerando la presencia de la Madre de Jesús en el cenáculo, donde el Espíritu descendió sobre la naciente Iglesia (cf. Hechos 1,12-14; 2,1-4), enriquecieron con nuevos datos el antiguo tema María-Iglesia; y, sobre todo, recurrieron a la intercesión de la Virgen para obtener del Espíritu la capacidad de engendrar a Cristo en su propia alma, como atestigua S. Ildefonso en una oración, sorprendente por su doctrina y por su vigor suplicante: “Te pido, te pido, oh Virgen Santa, obtener a Jesús por mediación del mismo Espíritu, por el que tú has engendrado a Jesús. Reciba mi alma a Jesús por obra del Espíritu, por el cual tu carne a concebido al mismo Jesús (…). Que yo ame a Jesús en el mismo Espíritu, en el cual tú lo adoras como Señor y lo contemplas como Hijo”. (S. Hildelfonsus, De virginitate perpetua sanctae Mariae Cap. XII; PL 96, 108.)
De la reflexión teológica aparecerá, en particular, la misteriosa relación existente entre el Espíritu de Dios y la Virgen de Nazaret, así como su acción sobre la Iglesia; de este modo, el contenido de la fe será más profundamente medido y dará lugar a una piedad más intensamente vivida en nuestras celebraciones litúrgicas.