Con motivo del Centenario de las apariciones de la Santísima Virgen María en Fátima Portugal, el Santo Padre, Francisco, ha establecido un jubileo extraordinario para toda la Iglesia católica desde el 27 de Noviembre de 2016 hasta el 26 de Noviembre de 2017.
Por este regocijante motivo he querido que reflexionemos en estos espacios, aunque sea un poquito, en nuestro amor y conocimiento de la Madre de nuestro Señor Jesucristo y Madre nuestra; de la razón del culto especialísimo que le tributamos nosotros los católicos y del papel que Ella desempeña en la Historia de la Salvación.
La Virgen María fue redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo y unida a Él de manera íntima e indisoluble, esta enriquecida con el don y en la dignidad de ser la Madre del Hijo de Dios y por eso es la Hija predilecta del Padre y el templo del Espíritu Santo. Debido a esta gracia tan extraordinaria, aventaja con creces a todas las demás criaturas visibles e invisibles. (cfr. LG 53)
María Santísima siendo una persona humana, como lo es, se encuentra unida a la descendencia de Adán, sin embargo, por su misión singularísima, libre totalmente de la mancha del pecado original, al grado que podemos parafrasear: En todo semejante a nosotros menos en el pecado, como lo afirmamos de su Hijo Encarnado en sus purísimas entrañas. Es por eso que, después de su Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre, la Virgen María ocupa el lugar más alto en la Iglesia católica y el más cercano a nosotros.
Ya los textos del Antiguo Testamento iluminan poco a poco y con mayor claridad cada vez, la figura de la Mujer, Madre del Redentor:
El Padre de las Misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así otra mujer contribuyera a la vida.
Enriquecida desde el primer instante de su concepción con una resplandeciente santidad, la Virgen de Nazaret es saludada por el ángel de la Anunciación, por encargo de Dios, como llena de gracia. (Cf. Lc. 1,38)
Dando su consentimiento: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc. 1,38) se convirtió en Madre de Jesús y, sin obstáculo de pecado alguno, se entregó totalmente, como la esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo: la Redención.
Dios no utilizó a María como un instrumento meramente pasivo, sino que ella colaboró por su fe y su obediencia libres a la salvación de los hombres. Ella, por su obediencia, fue causa de la salvación propia y de la de todo el género humano (San Irineo). Los Santos Padres afirman gustos y con frecuencia: la muerte vino por Eva, la Vida por María. (San Jerónimo; San Agustín; San Cirilo de Jerusalén; San Juan Crisóstomo y San Juan Damasceno)
María es la “Virgen oyente”, que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino hacia la Maternidad divina, porque, como intuyó San Agustín: “la bienaventurada Virgen María concibió creyendo al (Jesús) que dio a luz creyendo”; en efecto, cuando recibió del Ángel la respuesta a su duda (cf. Lc 1,34-37) “Ella, llena de fe, y concibiendo a Cristo en su mente antes que en su seno”, dijo: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38) fe, que fue para ella causa de bienaventuranza y seguridad en el cumplimiento de la palabra del Señor” (Lc 1, 45): fe, con la que Ella, protagonista y testigo singular de la Encarnación, volvía sobre los acontecimientos de la infancia de Cristo, confrontándolos entre sí en lo hondo de su corazón (Cf. Lc 2, 19. 51). Esto mismo hace la Iglesia, la cual, sobre todo en la Sagrada Liturgia, escucha con fe, acoge, proclama, venera la palabra de Dios, la distribuye a los fieles como pan de vida y escudriña a su luz los signos de los tiempos, interpreta y vive los acontecimientos de la historia. (Pablo VI Marialis Cultus, 17)