Ordenaciones diaconales, Fuego Nuevo, Parroquia nuestra señora de Guadalupe Reina del Trabajo, Monterrey / 30 de junio del 2018
Estimados hermanas y hermanos, fieles laicos, papás, amigos, familiares de Tito y de Antonio, hermanas religiosas, hermanos presbíteros, hermano diácono.
Estoy muy contento de venir a presidir esta Eucaristía y a imponer las manos sobre la cabeza de Tito y Antonio para constituirlos diáconos de la Iglesia de Dios.
Miren, hermanas y hermanos, nuestra Iglesia católica tiene un sacramento que se llama sacramento del orden. Este sacramento se da en tres órdenes diversas: el orden de los diáconos, el orden de los presbíteros y el orden de los obispos.
Los presbíteros y los obispos participan del sacerdocio de Cristo. En una palabra, los presbíteros y los obispos somos sacerdotes, en dos grados diversos, pero somos sacerdotes.
Por eso a los sacerdotes y a los obispos, tradicionalmente, el pueblo nos dice “padre”, porque participamos del sacerdocio de Cristo.
En cambio, el orden de los diáconos está especialmente orientado al servicio. Ellos dos no serán sacerdotes hoy, sino diáconos. Y entre los diáconos tenemos dos modalidades en la Iglesia católica. Los diáconos transitorios, es decir, los que se preparan para después ser presbíteros, y los diáconos permanentes, como Jaime.
Hay quienes deciden y piden al obispo el sacramento del orden diaconal, pero lo hacen de modo permanente, siempre serán diáconos. Y, entre los diáconos permanentes, hay algunos que eligen el celibato, es decir, la soltería. Pero hay muchos otros que provienen de la experiencia del matrimonio.
Estas son las modalidades del servicio ministerial en la Iglesia. Hoy a Tito y Antonio los vamos a constituir diáconos transitorios.
Se fijan cómo la Iglesia organiza los ministerios. Pero también quiero decir algo al pueblo de Dios. Porque a veces tenemos una mentalidad muy práctica o pragmática. Como consideramos que el presbítero y el obispo son los que presiden la Eucaristía, y nos dan el sacramento de la reconciliación, pensamos que los diáconos son como unos padres incompletos.
No es así. Es un verdadero sacramento. Ellos son constituidos servidores al estilo de Cristo diácono. Porque los diversos ministerios del orden son estables e imprimen carácter, es decir, uno es diácono para toda la vida, uno es presbítero para siempre, y uno es obispo para siempre.
Por eso, hoy al entregarles a ellos este ministerio sabemos que este ministerio los identifica a Cristo diácono, como a mis hermanos, los identifica a Cristo sacerdote, y también a un servidor.
Hoy, ustedes, reciben este sacramento que los identifica a Cristo diácono. Él lo dijo en el Evangelio que acabamos de escuchar, “yo no he venido a ser servido, sino a servir”.
Eso quiere decir diácono, “el que sirve”, el que atiende las necesidades de los demás. La Iglesia, desde su inicio, consideró que hubiera diáconos. Diáconos para servir al pueblo de Dios, para valorar la caridad concreta de todos los días.
Dijeron los apóstoles, “no es correcto que nosotros descuidemos a los huérfanos y a las viudas para dedicarnos a la oración y a la predicación del Evangelio. Constituyamos a algunos hermanos que sirvan al pueblo de Dios”.
El diácono es servidor de los hermanos, especialmente, de aquellos que más nos necesitan, de los enfermos, de los pobres e indigentes, de los migrantes.
Todos tenemos que servir. Y este carácter indeleble no se borra nunca de nosotros. El ritual prescribe que cuando el obispo preside la ordenación debe llevar la dalmática debajo de la casulla porque él sigue siendo diácono, servidor.
Pero la Iglesia no quiere que descuidemos lo real y lo concreto de la vida, ahí donde el pueblo sufre, donde el pueblo necesita a Jesús y es en las obras de caridad y de misericordia que todos debemos practicar.
No es correcto llegar al ministerio sacerdotal, en el grado de presbíteros o de obispos, sin pasar por la experiencia concreta de servir a los hermanos de modo práctico.
Por eso, aunque, a veces, las necesidades cultuales, litúrgicas, nos exigen demasiado, y los diáconos, a veces, los tenemos que llamar a servir al altar, a presidir la Palabra de Dios o a bautizar, hay que tener cuidado en no agotarles el tiempo en actividades cultuales, para que puedan tener la experiencia real de servir a los hermanos más pobres. Porque somos servidores al estilo de Jesús.
Hoy el Evangelio Cristo nos dice, con un lenguaje contundente, “el que quiera ser el primero, que sea el esclavo de todos”.
Fíjense bien, Tito y Antonio, el Señor no habla en lenguajes figurados, sino en lenguajes reales. No solamente ser servidor, sino ir hasta el nivel más bajo del servicio, ser esclavo.
El mismo Señor Jesús se hizo esclavo, lo dirá bellamente san Pablo en la epístola a los Filipenses, cuando dice, “se anonadó a sí mismo tomando la figura de esclavo”. Es cierto.
¿Qué caracteriza a un esclavo y a un siervo? Que entrega su voluntad a otros, que deja de comandar su propia vida, que pone a los demás por delante de él, está disponible, está siempre dispuesto.
Porque hoy vivimos en una sociedad en la que todos exigimos derechos. Una sociedad en la que todos queremos ser reconocidos, cosa que es bueno, pero a veces se olvida la disponibilidad del servicio. Lo que el pueblo de Dios y, con razón, nos exige, y también más le duele es que no estemos dispuestos a servirles.
Esta disponibilidad nos debe de enfocar y a ponernos al servicio de la comunidad y, al servicio de los demás. A eso nos llama el Señor.
Vivan su diaconado, vívanlo con esta espiritualidad, poniéndose frente a Cristo. No se coparen con los otros, con nadie. Algunos somos más flojitos que otros, no se fijen en eso. Ustedes tienen al único modelo que es Cristo. Siempre la mirada en el Señor. No se contaminen ni se contagien de nuestras fallas, aprendan a seguir al Señor, siempre dispuestos a servir con cariño y respeto a servir a toda la comunidad, donde sea, como sea, pero que el Señor les llama a ser servidores, a ser diáconos.
Esto no lo pueden hacer solo con su propia voluntad, necesitan también ña consagración. Hoy, a través de la oración y de la imposición de manos el Espíritu Santo los consagra y les dará la gracia de estado para poder servir con ánimo. Déjense guiar por el Espíritu, no por la carne, para que así sean buenos diáconos y, si Dios quiere y los llama, lleguen a ser buenos sacerdotes.