Agradezco la presencia de todos ustedes en esta Basílica de Nuestra Señora Guadalupe para hacer memoria por el don que Dios regaló a su Iglesia a través de San Josemaría. Porque los santos son un regalo para la Iglesia.
Dios suscita, a lo largo de la historia, hombres y mujeres que, siendo fieles al Evangelio, han respondido a su vocación y han llevado adelante la misión encomendada por el Señor. Hoy, pues, nos alegramos por el regalo de San Josemaría.
La Palabra de Dios que acabamos de escuchar nos pone en sintonía con aquellos pensamientos que fueron como las matrices de la enseñanza de San Josemaría: La santidad en el trabajo cotidiano. Todo hombre y toda mujer puede encontrarse con Dios en su trabajo de todos los días. Nos hace mucho bien recordar este proyecto divino. Dios ha querido que el hombre y la mujer trabajen. Siempre hay un riesgo: que el trabajo se viva como esclavitud. Lo ha dicho hoy San Pablo, “ustedes son hijos, no son esclavos”. Hay personas que imaginan una situación paradisiaca, sin trabajo. Pero ese no es el proyecto de Dios. Dios ha querido colaboradores suyos, el ha querido que seamos algo así como sus vicarios en el mundo.
La Palabra de Dios nos habla de dos oficios muy importantes a lo largo de la historia y que se convierten en indicativos de santidad. El primero lo escuchamos en el libro del Génesis. Cómo el Señor quiso que el hombre y la mujer cultivaran la tierra, con un encargo: “cultiven y cuiden”; así lo ha querido el Señor. Él ha querido que los hombres cuiden y cultiven el regalo que es la Creación.
Pero también hay otro oficio, del que nos habló el Santo Evangelio, la del pescador. Pareciera que el pescador no tiene nada que hacer, sino solo recolectar pescados, pero no es así. Vive también la zozobra, viven también el riesgo de la vida. No tienen asegurado el pan de cada día. Hay ocasiones que encuentra y hay ocasiones que no encuentra, y estos oficios se convierten en la imagen de la vocación divina. Cuando toco este tema me acuerdo de las palabras que Jesús dijo a sus apóstoles después de aquél encuentro con la samaritana: “Yo trabajo y mi Padre siempre trabaja”. La grandeza de la vocación humana está en el trabajo. La pereza y la ociosidad es contraria al proyecto divino.
Todo trabajo nos regala tres cosas: nos permite vivir creativamente; aunque alguien podría decir que hay trabajos rutinarios, trabajos que se hacen igual todos los días. Pero aún en eso, que parece rutinario, porque la vida tiene siempre sus rutinas, siempre se requiere el ánimo, se requiere el cariño y el amor. Cuando alguien trabaja sin amor se siente esclavo, es esclavo. Solo el que ama y trabaja experimenta la libertad de ser persona.
Lo segundo que nos regala el trabajo es colaborar en la obra de Dios. Cuando el Señor creó a Adán y Eva, les dió esta recomendación, “crezcan y multiplíquense”. Todo trabajo es siempre fecundo; el auténtico trabajo no destruye y no hace daño.
Pero el más importante, es que el trabajo nos asemeja a Dios. El nos quiere a su imagen y semejanza. Cuando uno se pregunta: ¿Qué significado tienen las palabras que Dios dijo en la Creación, “hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”? Somos imagen de Dios por nuestra inteligencia y la capacidad de amar. Pero hay algo que está implícito en el relato de la Creación, que somos imagen y semejanza de Dios cuando trabajamos. El hombre no es como el animal. El hombre implica en todo trabajo su vocación y su identidad con Dios.
Por eso en el pensamiento de San Josemaría estaba la insistencia en el trabajo. Ahí está la vocación y la misión. Por eso presenta a San José como el ejemplo del hombre que cumple con su vocación, el carpintero, el que trabaja todos los días, el que con el sudor de su frente lleva la comida para su hogar. Qué grande es el regalo que Dios nos ha dado. Qué oportuna la insistencia de San Josemaría llamando a todos los cristianos a colaborar en la obra creativa de Dios y en el misterio redentor de Cristo a través del trabajo cotidiano.
Vamos a pedirle hoy al Señor que nos ayude a tener estos pensamientos sublimes. A entender nuestra vida como hombres y mujeres que trabajan, no como esclavos sino como vicarios de Dios. Porque esa es la cosa más bella del trabajo. Con mucha razón dicen ustedes que el trabajo es una buena terapia, que el que no trabaja se aburre, que el que no trabaja envejece inútilmente. En cambio, el que trabaja según Dios, con amor, se engrandece, se realiza y, sobretodo, lo más importante, se santifica.
Que esta memoria de San Josemaría nos ayude a recuperar nuestra vocación y nuestra misión. Dios nos ha llamado a ser imagen y semejanza por nuestra inteligencia, por nuestra capacidad de amar y por el trabajo. “Mi Padre y yo siempre trabajamos”, nos ha dicho Jesús.
Que Dios los bendiga.