Mañanitas a la Virgen de Guadalupe / 11 de diciembre del 2017
Estimadas hermanas y hermanos: bienvenidos a la casa de la Virgen María. Agradezco la presencia de todos ustedes. Agradezco la presencia del Señor gobernador y su esposa, de su secretario que, con devoción vienen a celebrar esta Eucaristía.
Cada fiesta de la Virgen María de Guadalupe tenemos el gusto de oír los mismos pasajes de la Sagrada Escritura. El libro del Eclesiástico (24, 23-31), al hablar de la sabiduría divina, la traduce en palabras de halago para la santísima Virgen María. Ella, dice el autor sagrado, es la madre del amor, del temor del conocimiento y de la santa esperanza. De ella dice que sus palabras son más dulces que la miel.
Escuchamos el canto de la Virgen María (Lc 1, 46-55), porque la Virgen María sabía cantar, gozar de la presencia de Dios y estar siempre alegre. Cuando se encuentra con su prima Isabel, alegre por su presencia, la Virgen canta el Magníficat: mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se goza en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava”.
En esas palabras la Virgen María reconoce su tamaño delante de Dios, se sabe pequeña, se sabe humilde, necesitada de Dios. Por eso ella, como la humilde sierva, sabrá compadecerse de todos los que son pequeños. Se compadeció y ella pudo mirar la pequeñez de Juan Diego.
Porque, hermanas y hermanos, solo entre pequeños puede haber comprensión, puede haber amor. El que es pequeño mira, habla y ayuda. Y eso es lo que hace la Virgen María con su hijo Juan Diego, y en él, representados todos nosotros. Ella lo mira, le habla y le ayuda.
Miren, hermana y hermanos, cuando una persona nos interesa, cuando significa algo para nosotros, la miramos, le dirigimos la palabra, es más, le ayudamos. Y esto es lo que hace la Virgen María con san Juan Diego. Lo ve, lo observa, conoce sus pasos. Y también Juan Diego le devuelve la mirada. Cuando la gente se siente pequeña puede mirarse el rostro, puede sentirse presente.
Pero también le habla, le dice lo que siente, lo que piensa. Como ustedes en casa con sus hijos se dan esos diálogos espontáneos, llenos de cariño, un “tú a tú” respetuoso. Pero, sobre todo, en ese sentimiento de igualdad.
El Señor vio la pequeñez de su esclava. Cristo, viendo a la gente, se queda admirado de la gente del pueblo y dice, “gracias, Padre, porque estas cosas se lo has revelado a la gente sencilla; gracias, Padre, porque ese ha sido tu benepácito” (cfr. Mt 11, 25-27). Es así como la Virgen María se encuentra con san Juan Diego.
Solo el que se reconoce humano del mismo polvo es cuando puede estirar la mano, dar la mano a otro. La Virgen María es la más pequeña, pero también la más grande porque el Señor dijo proféticamente, “el que quiera ser el primero que sea el último, y el que quiera ser importante que sea el servidor de sus hermanos” (cfr. Mc 9, 35).
Estas palabras se aplican a la Virgen María. Ella es la pequeña que le habla a los pequeños, a los que son humildes. No hay cosa peor que ser soberbios o ser presuntuosos, creer o pensar que tenemos una estatura superior a los demás.
Dios nos quiere a todos pequeños ante Él y grandes ante Dios, pero la condición es la sencillez. Así dice la Virgen María, “has mirado la pequeñez de tu esclava”.
Hermanas y hermanos, aprendamos este modo de ser, este modo de actuar. Si queremos ser santos, tenemos que caminar por las vías de la humildad, ser pequeños para poder vernos escucharnos y ayudarnos.
Que Dios los bendiga y sigan siendo muy buenos hijos de la Virgen María, pequeños ante Dios y grandes para Él.